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El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de
La Ilíada es la fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza
que somete a los hombres, la fuerza ante la cual la carne de los hombres
se crispa. El alma humana sin cesar aparece modificada por sus
relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree
disponer, doblegada por la presión de la fuerza que sufre. Los que
soñaron que la fuerza, gracias al progreso, pertenecía ya al pasado,
pudieron ver en este poema un documento; los que saben discernir la
fuerza, hoy como antes, en el centro de toda historia humana, encuentran
en él el más bello, el más puro de los espejos.
La fuerza es lo que hace de quienquiera que le esté
sometido una cosa. Cuando se ejerce hasta el fin, hace del hombre una
cosa en el sentido más literal, pues hace de él un cadáver. Habla
alguien y, un instante después, no hay nadie. Es un cuadro que La Ilíada
no se cansa de presentar.
... los caballos
haciendo resonar los carros vacíos por los caminos de la guerra,
en duelo de sus conductores sin reproche. Ellos sobre la tierra
yacían, de los buitres más queridos que de sus esposas.
El héroe es una cosa arrastrada tras un carro en el polvo:
... Alrededor, los cabellos
negros estaban esparcidos, y la cabeza entera en el polvo
yacía, antes encantadora; ahora Zeus a sus enemigos
había permitido envilecerla en su tierra natal.
A la amargura de tal cuadro la saboreamos pura, sin
que ninguna ficción reconfortante venga a alterarla, ninguna
inmortalidad consoladora, ninguna insípida aureola de gloria, o de
patria.
Su alma fuera de sus miembros voló, fue hacia el Hades,
llorando su destino, abandonando su virilidad y su juventud.
Más patética todavía, por lo doloroso del
contraste, es la evocación súbita, rápidamente borrada, de otro mundo,
el mundo lejano, precario y conmovedor de la paz, de la familia, ese
mundo donde cada hombre es para los que lo rodean lo que más cuenta.
En la casa ella ordenaba a sus sirvientas de hermosos cabellos
poner cerca del fuego un gran trípode, a fin de que hubiera
para Héctor un baño caliente al retornar del combate.
¡Ingenua! No sabía que muy lejos de los baños calientes
el brazo de Aquiles lo había sometido,
a causa de Atenas la de los ojos verdes.
En verdad, estaba lejos de los baños calientes el desdichado. No estaba solo. Casi toda La Ilíada transcurre lejos de los baños calientes. Casi toda la vida humana ha transcurrido siempre lejos de los baños calientes.
La fuerza que mata es una forma sumaria, grosera,
de la fuerza. Mucho más variada en sus procedimientos y sorprendente en
sus efectos es la otra fuerza, la que no mata; es decir, la que no mata todavía.
Matará seguramente, o matará quizá, o bien está suspendida sobre el ser
al que en cualquier momento puede matar; de todas maneras, transforma
al hombre en piedra. Del poder de transformar un hombre en cosa
matándolo procede otro poder, mucho más prodigioso aun: el de hacer una
cosa de un hombre que todavía vive. Vive, tiene un alma, y sin embargo
es una cosa. Ser muy extraño, una cosa que tiene un alma; extraño estado
para el alma. ¿Quién podría decir cómo el alma en cada instante debe
torcerse y replegarse sobre sí misma para adaptarse a esta situación? No
ha sido hecha para habitar una cosa, y cuando se ve obligada a hacerlo
no hay ya nada en ella que no sufra violencia.
Un hombre desarmado y desnudo sobre el cual se
dirige un arma se convierte en cadáver antes de ser alcanzado. Durante
un momento todavía calcula, actúa, espera:
Pensaba, inmóvil. El otro se aproxima, todo sobrecogido,
ansioso de tocar sus rodillas. En su corazón deseaba
escapar a la muerte malvada, al negro destino...
Y con un brazo apretaba para suplicar sus rodillas,
con el otro mantenía la aguda lanza sin abandonarla...
Pero pronto comprendió que el arma no se desviaría
y, respirando aún, ya no es más que materia, pensando todavía que ya no
puede pensar en nada:
Así habló el hijo tan brillante de Príamo
con palabras de súplica. Oyó una palabra inflexible:
................
Dijo; al otro desfallecen las rodillas y el corazón;
abandona la lanza y cae sentado, las manos tendidas,
las dos manos. Aquiles desenvaina su aguda espada,
hiere en la clavícula, a lo largo del cuello; y toda entera
hunde la espada de doble filo. Él cara al suelo
yace extendido, y la negra sangre se escapa humedeciendo la tierra.
Cuando, fuera del combate, un extranjero débil y
sin armas suplica a un guerrero, no por eso está condenado a muerte;
pero un instante de impaciencia de parte del guerrero bastaría para
quitarle la vida. Es suficiente para que su carne pierda la principal
propiedad de la carne viva. Un pedazo de carne viva manifiesta su vida
ante todo por el estremecimiento; una pata de rana bajo una corriente
eléctrica se estremece; el aspecto próximo o el contacto de una cosa
horrible o aterrorizadora hace estremecer cualquier masa de carne, de
nervios y de músculos. Sólo este suplicante no se estremece, no tiembla;
no tiene ese derecho; sus labios tocarán el objeto para él más cargado
de horror:
Vieron entrar al gran Príamo. Se detuvo,
apretó las rodillas de Aquiles, besó sus manos,
terribles, matadoras de hombres, que le habían asesinado tantos hijos.
El espectáculo de un hombre reducido a tal nivel de desgracia hiela casi tanto como el aspecto de un cadáver:
Como cuando la dura desgracia embarga a alguien, cuando en su país
ha matado, y llega a la casa de otro,
de algún rico, un estremecimiento se apodera de los que lo ven,
así Aquiles se estremeció viendo al divino Príamo.
Los otros también se estremecieron, mirándose entre sí.
Pero es sólo un momento, y bien pronto aun la misma presencia del desgraciado se olvida:
Dijo. El otro, pensando en su padre, deseaba llorar;
tomándolo por los brazos empujó un poco al anciano.
Ambos recordaban, el uno a Héctor matador de hombres
y se fundía en lágrimas a los pies de Aquiles, contra la tierra;
pero Aquiles lloraba a su padre, y por momentos también
a Patroclo; sus sollozos llenaban la morada.
No por insensibilidad Aquiles con un gesto ha
empujado al suelo a ese viejo apretado a sus rodillas; las palabras de
Príamo evocando a su anciano padre lo han conmovido hasta las lágrimas.
Es simplemente porque se siente tan libre en sus movimientos y en sus
actitudes como si en lugar de un suplicante fuese un objeto inerte lo
que toca sus rodillas. Los seres humanos que nos rodean por su sola
presencia tienen un poder, que les es propio, de detener, reprimir,
modificar, cada uno de los movimientos que nuestro cuerpo esboza;
alguien que pasa no desvía nuestro camino como un poste indicador; uno
no se levanta, camina, descansa en una habitación cuando está solo de la
misma manera que cuando tiene un visitante. Pero esta influencia
indefinible de la presencia humana no es ejercida por hombres a quienes
un movimiento de impaciencia puede privar de la vida aún antes que un
pensamiento haya tenido tiempo de condenarlos a muerte. Ante ellos los
otros se mueven como si no estuvieran; y ellos a su vez, en el peligro
en que se encuentran de ser reducidos a nada en un instante, imitan la
nada. Empujados caen, caldos permanecen en tierra, mientras a alguien no
se le ocurra pensar en levantarlos. Pero levantados por fin, honrados
con palabras cordiales, que no vayan a tomar en serio esta resurrección,
a atreverse a expresar un deseo; una voz irritada los devolvería de
inmediato al silencio:
Dijo, y el anciano tembló y obedeció.
Al menos los suplicantes, una vez escuchados,
vuelven a ser hombres como los otros. Pero hay seres aun más
desgraciados que, sin morir, se convierten en cosas para el resto de su
vida. No hay en sus jornadas ninguna alternativa, ningún vacío, ningún
campo libre para nada que venga de ellos mismos. No son hombres que
vivan más duramente que los otros, socialmente colocados más bajo que
los otros; es otra especie humana, un compromiso entre el hombre y el
cadáver. Que un ser humano sea una cosa es, desde el punto de vista
lógico, contradictorio; pero cuando lo imposible se convierte en
realidad, lo contradictorio se convierte en el alma en desgarramiento.
Esa cosa aspira en todo momento a ser un hombre, una mujer, y en ningún
instante lo logra. Es una muerte que se estira a todo lo largo de una
vida; una vida que la muerte ha congelado mucho antes de suprimirla.
La virgen, hija de un sacerdote, sufrirá esta suerte:
No la devolveré. Antes le sobrevendrá la vejez,
en nuestra morada, en Argos, lejos de su país,
corriendo al telar, viniendo a mi lecho.
La joven mujer, la madre, esposa del príncipe, la sufrirá:
Y quizá un día en Argos tejerás la tela para otra.
Y llevarás el agua de Miseis o del Hipereo,
muy a pesar tuyo, bajo la presión de una dura necesidad.
El niño heredero del cetro real la sufrirá:
Ellas sin duda se irán al fondo de las cóncavas naves,
yo entre ellas; tú, hijo mío, conmigo.
Tú me seguirás y harás trabajos envilecedores
penando bajo la mirada de un amo sin dulzura...
Tal suerte, a los ojos de la madre es tan horrible
para su hijo como la misma muerte; el esposo prefiere haber perecido
antes que ver así reducida a su mujer; el padre llama a todas las
calamidades del cielo contra el ejército que somete a su hija a ese
destino. Pero en aquellos sobre quienes se abate, un destino tan brutal
borra las maldiciones, las rebeldías, las comparaciones, las
meditaciones sobre el futuro y el pasado, casi hasta el recuerdo. No
corresponde al esclavo ser fiel a su ciudad y a sus muertos.
Cuando sufre o muere uno de aquellos que le han
hecho perder todo, que han asolado su ciudad, que han asesinado a los
suyos bajo sus ojos, entonces el esclavo llora. ¿Por qué no? Sólo
entonces le son permitidos los llantos. Hasta le son impuestos. Pero en
la servidumbre, ¿las lágrimas no corren fácilmente desde el instante en
que pueden hacerlo inpunemente?
Dijo llorando, y las mujeres gimieron,
tomando como pretexto a Patroclo, cada una por sus propias angustias.
En ninguna ocasión el esclavo tiene derecho a
expresar algo, salvo lo que puede complacer a su amo. Por eso si en una
vida tan sombría algún sentimiento puede despuntar y animarla un poco es
el amor al amo. Todo otro camino está cerrado al don de amar, como para
un caballo uncido a un carro las varas, las riendas y los frenos borran
todos los caminos, salvo uno. Y si por milagro aparece la esperanza de
volver a ser un día, por un favor, alguien ... a qué grados no llegarán
el reconocimiento y el amor por hombres hacia los cuales un pasado muy
reciente debería inspirar horror:
Mi esposo, a quien me habían dado mi padre y mi madre respetada
lo vi ante mi ciudad transpasado por el agudo bronce.
Mis tres hermanos, nacidos de una misma madre,
¡tan queridos! encontraron el día fatal
pero tú no me dejaste, cuando mi marido por el rápido Aquiles
fue muerto, y destruida la ciudad del divino Mines,
verter lágrimas; me prometiste que el divino Aquiles
me tomaría por esposa legítima y me llevaría en sus naves
a Phthia, a celebrar el casamiento entre los mirmidones.
Por eso te lloro sin descanso, a ti que siempre fuiste dulce.
No se puede perder más que lo que pierde el
esclavo: pierde toda vida interior. Sólo la reconquista en parte cuando
aparece la posibilidad de cambiar de destino. Tal es el imperio de la
fuerza: ese imperio va tan lejos como el de la naturaleza. También la
naturaleza, cuando entran en juego las necesidades vitales, borra toda
vida interior y aun el dolor de una madre:
Pues aun Níobe la de la hermosa cabellera pensó en comer,
ella de quien doce hijos perecieron en su casa,
seis hijas y seis hijos en la flor de la edad.
A ellos, Apolo los mató con su arco de plata
en su cólera contra Niobe; a ellas, Artemisa que ama las flechas.
Porque ella se había comparado a Leto de hermosas mejillas
diciendo: " tiene dos hijos y yo engendré muchos".
Y esos dos, aunque no fuesen más que dos, los mataron a todos.
Nueve días yacieron en la muerte; nadie vino
a enterrarlos. Las gentes se habían convertido en piedras por voluntad de Zeus.
Y el décimo día fueron sepultados por los dioses del cielo.
Pero ella pensó en comer, cuando se sintió fatigada por las lágrimas.
Jamás se expresó con tanta amargura la miseria del hombre, que hasta lo hace incapaz de sentir su miseria.
La fuerza manejada por otro es imperiosa sobre el
alma como el hambre extrema, puesto que consiste en un perpetuo poder de
vida y muerte. Y es un imperio tan frío y tan duro como si fuera
ejercido por la materia inerte. El hombre que se siente siempre el más
débil está en el corazón de las ciudades tan solo, más solo de lo que
podría estarlo un hombre perdido en medio del desierto.
Dos toneles se encuentran colocados en el umbral de Zeus,
donde están los dones que otorga, malos en uno, buenos en otro...
A quien hace funestos dones expone a los ultrajes;
la terrible miseria lo arroja a través de la tierra divina;
va errante y no recibe consideración de los hombres ni de los dioses.
Tan implacablemente como la fuerza aplasta, así
implacablemente embriaga a quien la posee o cree poseerla. Nadie la
posee realmente. En La Ilíada los hombres no se dividen en vencidos,
esclavos, suplicantes por un lado y en vencedores, jefes por el otro; no
se encuentra en ella un solo hombre que en algún momento no se vea
obligado a inclinarse ante la fuerza. Los soldados, aunque libres y
armados, no reciben menos órdenes y ultrajes:
A todo hombre del pueblo que veía y gritaba
golpeaba con su cetro reprendiéndolo así:
"¡Miserable, manténte tranquilo, escucha hablar a los otros,
a tus superiores! No tienes ni valor ni fuerza,
no cuentas para nada en el combate, para nada en la asamblea..."
Tersites paga caro palabras que sin embargo son perfectamente razonables y que se asemejan a las que pronuncia Aquiles:
Lo golpeó; él se encorvó, sus lágrimas corrieron aprisa,
un tumor sangrante se formó en su espalda
bajo el cetro de oro; se sentó y tuvo miedo.
En el sufrimiento y el estupor enjugaba sus lágrimas.
Los otros, a pesar de su pena, se regocijaron y rieron.
Pero el mismo Aquiles, ese héroe altivo, invicto,
aparece en el comienzo del poema llorando de humillación y de dolor
impotente, después que le han arrebatado ante sus ojos la mujer que
quería hacer su esposa, sin que haya osado oponerse.
....pero Aquiles
llorando se sentó lejos de los suyos, apartado,
al borde de las olas blanquecinas, la mirada sobre el vinoso mar.
Agamenón ha humillado a Aquiles con un propósito deliberado, para demostrar que es el amo:
.... Así sabrás
que puedo más que tú, y cualquier otro vacilará
antes de tratarme como igual y levantar la cabeza ante mí.
Pero algunos días después el jefe supremo llora a
su vez y se ve obligado a rebajarse, a suplicar, y siente el dolor de
hacerlo en vano.
La vergüenza del miedo tampoco es perdonada a
ninguno de los combatientes. Los héroes tiemblan como los otros. Basta
un desafío de Héctor para consternar a todos los griegos sin excepción,
salvo Aquiles y los suyos que están ausentes:
Dijo, y todos callaron y guardaron silencio;
tenían vergüenza de rehusar, miedo de aceptar.
Pero desde que Áyax avanza, el miedo cambia de lado:
A los troyanos, un estremecimiento de terror hizo desfallecer sus miembros;
a Héctor mismo, su corazón saltó en el pecho;
pero no tenía derecho a temblar ni a refugiarse
Dos días más tarde, Áyax a su vez siente terror:
Zeus padre, desde lo alto, en Áyax hizo subir el miedo.
Se detiene, sobrecogido, abandona el escudo de siete pieles,
tiembla, mira completamente extraviado la multitud, como un animal...
También a Aquiles le ocurre una vez temblar y gemir
de miedo, ante un río, es verdad, no ante un hombre. A excepción suya,
absolutamente todos aparecen en algún momento vencidos. El valor
contribuye menos a determinar la victoria que el destino ciego,
representado por la balanza de oro de Zeus:
En ese momento Zeus padre desplegó su balanza de oro.
Colocó dos partes de la muerte que siega todo,
una para los troyanos domadores de caballos, otra para los griegos acorazados de bronce.
La tomó por el medio, fue cuando bajó el día fatal para los griegos.
A fuerza de ser ciego, el destino establece una
especie de justicia, ciega también, que castiga a los hombres armados
con la pena del talión; La Ilíada la formuló mucho antes que el
Evangelio, y casi en los mismos términos:
Ares es equitativo, mata a los que matan.
Si todos están destinados desde el nacimiento a
sufrir la violencia, es esta una verdad que el imperio de las
circunstancias oculta ante el espíritu de los hombres. El fuerte no es
jamás absolutamente fuerte, ni el débil absolutamente débil, pero ambos
lo ignoran. No se creen de la misma especie; ni el débil se considera
semejante al fuerte ni es considerado como tal. El que posee la fuerza
avanza en un medio no resistente, sin que nada, en la materia humana que
lo rodea, pueda suscitar entre el impulso y el acto ese breve intervalo
en que se aloja el pensamiento. Donde el pensamiento no tiene cabida,
ni la justicia ni la prudencia existen. Por eso los hombres de armas
actúan dura y locamente. Su arma se hunde en el enemigo desarmado que
está a sus rodillas; triunfan de un moribundo describiéndole los
ultrajes que sufrirá su cuerpo; Aquiles degüella doce adolescentes
troyanos en la hoguera de Patroclo con la misma naturalidad con que
cortamos flores para una tumba. Al usar su poder nunca piensan que las
consecuencias de sus actos los obligarán a inclinarse a su vez. Cuando
se puede con una palabra hacer callar, temblar, obedecer a un anciano,
¿se reflexiona que las maldiciones de un sacerdote tienen importancia a
los ojos de los adivinos? ¿Se abstiene de raptar la mujer amada por
Aquiles cuando se sabe que ella y él no podrán menos que obedecer?
Cuando Aquiles goza al ver huir a los miserables griegos, ¿puede pensar
que esa huida, que durará y terminará de acuerdo con su voluntad, va a
hacerles perder la vida a su amigo y a él mismo? De esa manera aquellos a
quienes la fuerza es prestada por la suerte perecen por contar
demasiado con ella.
No es posible que no perezcan. Pues no consideran
su propia fuerza como una cantidad limitada, ni sus relaciones con otro
como un equilibrio de fuerzas desiguales. Los otros hombres, no imponen a
sus movimientos esa pausa de donde proceden nuestras consideraciones
hacia nuestros semejantes, y concluyen que el destino les ha dado todas
las licencias, ninguna a sus inferiores. Entonces van más allá de la
fuerza de que disponen. Inevitablemente van más allá, ignorando que es
limitada. Entonces quedan librados sin recursos al azar y las cosas no
les obedecen ya. A veces el azar les sirve, otras los daña; y allí están
desnudos expuestos a la desgracia, sin la armadura de poder que
protegía su alma, sin que nada en adelante los separe ya de las
lágrimas.
Esta sanción de un rigor geométrico, que
automáticamente castiga el abuso de la fuerza, fue el objeto primero de
meditación entre los griegos. Constituye el alma de la epopeya; bajo el
nombre de Némesis es el resorte de las tragedias de Esquilo; los
pitagóricos, Sócrates, Platón, partieron de allí para pensar el hombre y
el universo. La noción se hizo familiar en todos los lugares donde
penetró el helenismo. Esta noción griega es quizá la que subsiste, con
el nombre de kharma, en los paises orientales
impregnados de budismo; pero Occidente la ha perdido y ya ni siquiera
tiene en sus lenguas palabras para expresarla; las ideas de limite, de
mesura, de equilibrio, que deberían determinar la conducta de la vida,
sólo tienen un empleo servil en la técnica. No somos geómetras más que
ante la materia; los griegos fueron primero geómetras en el aprendizaje
de la virtud.
La marcha de la guerra en La Ilíada consiste sólo
en ese juego de balanza. El vencedor del momento se siente invencible,
aun cuando algunas horas antes hubiera probado la derrota; olvida usar
la victoria como algo que pasará. Al final de la primera jornada de
combate que relata La Ilíada los griegos victoriosos sin duda podrían
obtener el objeto de sus esfuerzos, es decir Helena y sus riquezas; al
menos si se supone, como lo hace Homero, que el ejército griego tenla
razón al creer a Helena en Troya. Los sacerdotes egipcios, que debían
saberlo, afirmaron más tarde a Heródoto que se encontraba en Egipto. De
todas maneras, esa tarde los griegos ya no querían eso:
"Que no se acepte en este momento ni los bienes de Paris
ni Helena; todos ven, hasta el más ignorante,
que Troya está ahora al borde de su pérdida.",
dijo; todos los aqueos lo aclamaron.
Lo que quieren es nada menos que todo. Todas las
riquezas de Troya como botín, todos los palacios, los templos y las
casas como cenizas, todas las mujeres y los niños como esclavos, todos
los hombres como cadáveres. Olvidan un detalle y es que no todo está en
su poder, pues no están en Troya. Quizá estarán mañana, quizá nunca.
Héctor el mismo día se deja llevar por el mismo olvido:
Pues sé muy bien en mis entrañas y en mi corazón
que vendrá un día en que perecerá la sagrada Ilión,
y Príamo y la nación de Príamo el de la buena lanza.
Pero pienso menos en el dolor que se prepara a los troyanos,
en Hécuba misma, y en Príamo el rey,
y en mis hermanos que, tan numerosos y valientes,
caerán en el polvo bajo los golpes de los enemigos,
que en ti, cuando uno de los griegos de coraza de bronce
te arrastre deshecha en lágrimas, quitándote la libertad.
.................
¡Que yo esté muerto y que la tierra me recubra
antes de que te oiga gritar, antes de que te vea arrastrada!
¿Qué no ofrecería en ese momento para apartar
horrores que cree inevitables? Pero no puede ofrecer nada, sino en vano.
Dos días después los griegos huyen miserablemente y Agamenón mismo
quería embarcarse. Héctor que, cediendo muy poco, podría entonces
obtener fácilmente que los griegos se retiraran, ni siquiera quiere
permitirles partir con las manos vacías:
Encendamos fuegos en todas partes y que el resplandor suba al cielo
de miedo que en la noche los griegos de largas cabelleras
para huir se lancen a la ancha espalda de los mares...
Que más de uno tenga una flecha que soportar
... a fin de que todos teman
llevar a los troyanos domadores de caballos la guerra que produce llanto.
Su deseo se realiza; los griegos se quedan, y al
día siguiente, a mediodía, hacen de él mismo y de los suyos un objeto
lastimoso:
Ellos a través de la llanura huían como vacas
que un león arroja hacía adelante, venido en medio de la noche...
Así los perseguía el poderoso atrida Agamenón,
matando sin descanso al último; ellos huían.
En el curso de la tarde Héctor adquiere de nuevo
ventaja, retrocede después, luego derrota a los griegos, más tarde es
rechazado por Patroclo y sus tropas frescas. Patroclo, persiguiendo sus
ventajas más allá de sus fuerzas, termina por encontrarse expuesto, sin
armadura y herido, a la espada de Héctor, y al atardecer Héctor
victorioso acoge con duras reprimendas el prudente aviso de Polidamas:
"Ahora que he recibido del hijo de Cronos astuto
la gloria cerca de las naves, haciendo retroceder hasta el mar a los griegos,
¡imbécil! no propongas consejos tales ante el pueblo.
Ningún troyano te escuchará; yo no lo permitiré."
Así habló Héctor y los troyanos lo aclamaron...
Al día siguiente Héctor está perdido. Aquiles lo ha
hecho retroceder a través de la Ranura y va a matarlo. Siempre fue el
más fuerte de los dos en el combate; ¡qué ventajas no tendrá ahora
después de semanas de reposo, impuestas por la venganza y la victoria,
sobre un enemigo agotado! Héctor está solo ante las murallas de Troya,
completamente solo, para esperar la muerte y tratar de que su alma se
resuelva a hacerle frente.
¡Ay! Si pasara detrás de la puerta y la muralla,
Polidamas el primero me avergonzaría...
Ahora que perdí los míos por mi locura,
temo a los troyanos y a las troyanas de largos velos
y que no oiga decir a los menos valientes que yo:
"Héctor, confiando demasiado en su fuerza, perdió al país."
No obstante ¿si depusiera mi redondo escudo,
mi buen casco, y apoyando mi lanza en la muralla,
fuera hacia el ilustre Aquiles, a su encuentro?...
¿Por qué mi corazón me da tales consejos?
No me le acercaré; no tendría piedad
ni consideración; me mataría si estuviera así desnudo,
como a una mujer...
Héctor no escapa a ninguno de los dolores ni de las
vergüenzas que corresponden a los desgraciados. Solo, despojado de todo
prestigio de fuerza, el coraje que lo ha mantenido fuera de los muros
no lo preserva de la huida:
Héctor, viéndolo, fue preso de un temblor. No pudo resolverse a permanecer...
No es por una oveja o por la piel de un buey
que se esfuerzan, recompensas habituales de la carrera;
corren por una vida, la de Héctor domador de caballos.
Herido de muerte, aumenta el triunfo del vencedor con súplicas vanas:
Te imploro por tu vida, por tus rodillas, por tus padres...
Pero los que escuchaban La Ilíada sabían que la
muerte de Héctor daría una corta alegría a Aquiles, y la muerte de
Aquiles una corta alegría a los troyanos, y la aniquilación de Troya una
corta alegría a los aqueos.
Así la violencia aplasta a los que toca. Termina
por parecer exterior al que la maneja y al que sufre. Entonces aparece
la idea de un destino bajo el cual verdugos y víctimas son igualmente
inocentes; vencedores y vencidos, hermanos en la misma miseria. El
vencido es causa de desgracia para el vencedor como el vencedor para el
vencido.
Un solo hijo le ha nacido, para una corta vida; y todavía
envejece sin mis cuidados, puesto que muy lejos de la patria,
permanezco ante Troya para hacerte mal a ti y a tus hijos.
Un uso moderado de la fuerza, que es lo único que
permitirla escapar al engranaje, demandaría una virtud más que humana, y
tan rara como el mantenerse digno en la debilidad. Por otra parte, la
moderación no carece siempre de peligro; pues el prestigio, que
constituye más de las tres cuartas partes de la fuerza, está formado
ante todo por la soberbia indiferencia del fuerte por los débiles,
indiferencia tan contagiosa que se comunica a aquellos que son su
objeto. Pero de ordinario no es el pensamiento político el que aconseja
el exceso. En cambio la tentación al exceso es casi irresistible.
Palabras razonables se pronuncian a veces en La Ilíada; las de Tersites
lo son al más alto grado. Las de Aquiles irritado lo son también:
Nada vale para mí lo que la vida, aun todos los bienes que se dice
que contiene Ilión, la ciudad tan próspera..
Pues se pueden conquistar bueyes, gordos carneros...
Una vida humana, una vez que ha partido, no se reconquista.
Pero las palabras razonables caen en el vacío. Si
un inferior la pronuncia es castigado y se calla; si es un jefe, sus
actos no se conforman a estas palabras. Y en último caso siempre se
encuentra un dios para aconsejar lo irrazonable. Por fin, la idea misma
de que se pueda querer escapar a la ocupación asignada por la suerte -la
de matar y morir- desaparece del espíritu:
... nosotros a quienes Zeus desde la
juventud ha asignado, hasta la vejez, el penar en dolorosas guerras,
hasta perecer el último.
Ya esos combatientes, como mucho más tarde los de Craonme, se sentían "todos condenados".
Cayeron en esa situación mediante la trampa más
sencilla. Al partir, su corazón era liviano como siempre que se tiene
para sí la fuerza y en contra de sí el vacío. Sus armas están en sus
manos; el enemigo, ausente. Excepto cuando el alma se encuentra abatida
por la reputación del enemigo, somos siempre más fuertes que el ausente.
Un ausente no impone el yugo de la necesidad. Ninguna necesidad aparece
todavía en el espíritu de los que van así, y por eso van siempre como a
un juego, como a unas vacaciones que los aparta de las obligaciones
diarias.
¿Qué se hicieron nuestras jactancias, cuando nos decíamos tan valientes,
las que a Lemos vanidosamente declamabais,
hartos de carne de bueyes de rectos cuernos,
bebiendo en las copas que desbordaban vino?
Que a cien o doscientos de esos troyanos cada uno
haría frente en el combate; ¡y he aquí que uno solo es demasiado para nosotros!
Pero aun cuando se la ha probado, la guerra no cesa
de parecer un juego. La necesidad propia de la guerra es terrible, y
muy distinta a la de los trabajos de la paz. El alma no se somete a ella
sino cuando no puede escapar, y en tanto escapa pasa días vacíos de
necesidad, días de juego, de sueños, arbitrarios e irreales. El peligro
es entonces una abstracción, las vidas destruidas son como juguetes que
un niño rompe, e igualmente indiferentes, el heroísmo es una actitud
teatral manchada por la jactancia. Si además en un instante una
afluencia de vida viene a multiplicar la capacidad de obrar, uno se cree
irresistible en virtud de una ayuda divina que garantiza contra la
derrota y la muerte. La guerra entonces es amada con facilidad y con
bajeza.
Pero la mayoría de las veces ese estado no dura.
Llega un día en que el miedo, la derrota, la muerte de compañeros
queridos, hace que el alma del combatiente se pliegue ante la necesidad.
La guerra deja entonces de ser un juego, un sueño; el guerrero
comprende por fin que la guerra existe realmente. Es una realidad dura,
infinitamente más dura de soportar, porque encierra la muerte. El
pensamiento de la muerte no puede sostenerse sino por relámpagos, desde
que se siente que la muerte es, en efecto, posible. Es verdad que todos
los hombres están destinados a morir y que un soldado puede envejecer en
los combates; pero en aquellos cuya alma está sometida al yugo de la
guerra, la relación entre la muerte y el porvenir no es igual que en los
demás hombres. Para los otros la muerte es un límite impuesto de
antemano al porvenir, para ellos es el porvenir mismo, el porvenir
asignado a su profesión. Que los hombres tengan por porvenir la muerte
es algo contrario a la naturaleza. Desde que la práctica de la guerra
hace sensible la posibilidad de muerte que encierra cada minuto, el
pensamiento se vuelve incapaz de pasar de un día a otro sin atravesar la
imagen de la muerte. Entonces el espíritu posee una tensión que no
puede soportarse por mucho tiempo; pero cada alba nueva trae la misma
necesidad; los días agregados a los días forman años. El alma sufre
violencia todos los días. Cada mañana el alma se mutila de toda
aspiración, porque el pensamiento no puede viajar en el tiempo sin pasar
por la muerte. Así la guerra borra toda idea de fines, hasta la de los
fines de la guerra. Borra el pensamiento mismo de poner fin a la guerra.
La posibilidad de una situación tan violenta es inconcebible mientras
se está fuera; su fin es inconcebible mientras se está en ella. Así no
se hace nada para conseguir ese fin. Los brazos no pueden dejar de
sostener y manejar las armas frente a un enemigo armado; el espíritu
debería calcular para encontrar una salida, pero ha perdido toda
capacidad de calcular en este sentido. Está íntegramente ocupado en
hacerse violencia. Siempre entre los hombres, ya se trate de servidumbre
o de guerra, las desgracias intolerables duran por su propio peso y así
parecen desde afuera fáciles de sobrellevar. Duran porque quitan los
recursos necesarios para salir de ellas.
Sin embargo el alma sometida a la guerra clama por
su liberación; pero la liberación misma se le aparece bajo una forma
trágica, extrema, bajo la forma de destrucción. Un fin moderado,
razonable, mostraría desnuda ante el pensamiento una desgracia tan
violenta que ni siquiera puede soportarse como recuerdo. El terror, el
dolor, el agotamiento, las muertes, los compañeros destruidos, no puede
creerse que todas esas cosas cesen de morder el alma si la embriaguez de
la fuerza no las ahoga. La idea de que un esfuerzo sin límites no
podría producir sino un provecho nulo o limitado hace mal.
¿Qué? ¿Dejaremos a Príamo, a los troyanos, jactarse
de la argiva Helena, por quien tantos griegos
ante Troya han perecido lejos de la tierra natal?...
¿Qué? ¿Deseas que a la ciudad de Troya de amplias calles,
dejemos, por la que hemos sufrido tantas miserias?
¿Qué importa Helena a Ulises? ¿Qué le importa aun
Troya, llena de riquezas que no compensarán la ruina de Itaca? Troya y
Helena importan sólo como causas de sangre y lágrimas para los griegos;
dominándolas se puede dominar espantosos recuerdos. El alma a quien la
existencia de un enemigo ha obligado a destruir lo que en ella habla
puesto la naturaleza no cree que pueda curarse sino destruyendo al
enemigo. Al mismo tiempo, la muerte de compañeros bienamados suscita una
sombría emulación de morir:
¡Ah! ¡morir de inmediato si mi amigo ha debido
sucumbir sin mi ayuda! muy lejos de la patria
ha perecido, y no me tuvo a su lado para apartar la muerte.. .
Ahora me dirijo al encuentro del asesino de una cabeza tan querida,
Héctor; a la muerte recibiré en el momento en que
Zeus vendrá a cumplirla, y todos los demás dioses.
La misma desesperación entonces empuja a perecer y a matar:
Sé bien que mi destino es perecer aquí,
lejos de mi padre y de mi madre amados, y sin embargo
no cesaré hasta que los troyanos se hayan saciado de guerra.
El hombre habitado por esta doble necesidad de
muerte pertenece, en tanto no se convierte en otro, a una raza diferente
de la raza de los vivos.
¿Qué eco puede encontrar en tales corazones la
tímida aspiración a la vida, cuando el vencido suplica que se le permita
ver todavía la luz? Ya la posesión de armas por un lado, la privación
por el otro, quitan a una vida amenazada toda importancia; y ¿cómo aquel
que ha destruido en sí mismo el pensamiento de que ver la luz es dulce
podrá respetarlo en esta súplica humilde y vana?
Estoy a tus rodillas, Aquiles, ten consideración de mí, ten piedad;
estoy aquí como un suplicante, oh hijo de Zeus, digno de consideración.
Pues en tu casa el primero he comido el pan de Deméter,
ese día en que me cautivaste en mi vergel bien cultivado.
Y me has vendido, enviándome lejos de mi padre y de los míos,
a Lemos santa; te dieron por mí una hecatombe.
Fui rescatado por tres veces más; esta aurora es para mí
hoy la décima segunda, desde que volví a Ilión,
después de tantos dolores. Heme aquí entre tus manos
por un destino funesto. Debo ser odioso a Zeus padre
que de nuevo me libra a ti; para una breve vida mi madre
me ha hecho nacer, Laothoe, hija del anciano Altos.. .
¡Qué respuesta recibe esta débil esperanza!
Vamos, amigo, ¡muere tú también! ¿Por qué te quejas así?
Ha muerto también Patroclo que valía mucho más que tú.
Y yo, ¿no ves cómo soy hermoso y grande?
Soy de noble raza, una diosa es mi madre
pero también sobre mí se abaten la muerte y la dura necesidad,
será durante la aurora, por la tarde, o a la mitad del día,
cuando también a mí por las armas me arrancarán la vida...
Es necesario, para respetar la vida de otro cuando
se ha debido mutilar en sí mismo toda aspiración a la vida, un esfuerzo
de generosidad que rompe el corazón. No se puede suponer a ninguno de
los guerreros de Homero capaz de tal esfuerzo, salvo aquel que en cierto
modo se encuentra en el centro del poema: Patroclo, que "supo ser dulce
con todos", y que en La Ilíada no comete nada brutal ni cruel. Pero,
¿cuántos hombres conocemos, en miles de años de historia, que hayan dado
prueba de una generosidad tan divina? Es dudoso que se puedan nombrar
dos o tres. Falto de esta generosidad, el soldado vencedor es como una
calamidad natural; poseído por la guerra, como el esclavo, aunque de
distinta manera, se ha convertido en una cosa, y las palabras no tienen
poder sobre él como no lo tienen sobre la materia. Ambos, al contacto de
la fuerza, sufren su infalible efecto, que es transformar a quienes
toca en mudos o sordos.
Tal es la naturaleza de la fuerza. El poder que
posee de transformar los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos
sentidos; petrifica diferentemente, pero por igual, a las almas de los
que la sufren y de los que la manejan. En las armas esta propiedad
alcanza su más alto grado desde el momento en que la batalla se orienta
hacia una decisión. Las batallas no se deciden entre hombres que
calculan, combinan, toman una resolución y la ejecutan, sino entre
hombres despojados de esas facultades, transformados, rebajados al nivel
de la materia inerte que no es más que pasividad, o al de las fuerzas
ciegas que no es más que impulso. Este es el último secreto de la
guerra, y La Ilíada lo expresa por comparaciones, en las que los
guerreros parecen semejantes sea al incendio, a la inundación, el
viento, a las bestias feroces, a cualquier causa ciega de desastre; sea a
animales atemorizados, árboles, agua, arena, todo lo que es movido por
la violencia de las fuerzas exteriores. Griegos y troyanos, de un día a
otro, a veces de una hora a otra, sufren a su turno una y otra
trasmutación:
Como por un león que quiere matar vacas son asaltadas
que en una pradera pantanosa y vasta pacen
por miles ... ; todas tiemblan; así entonces los aqueos
con pánico fueron puestos en fuga por Héctor y por Zeus padre, todos...
Como cuando el fuego destructor cae sobre el espesor de un bosque;
por todas partes en remolinos lo lleva el viento; entonces los fustes
arrancados, caen bajo la presión del fuego violento;
así el atrida Agamenón derribaba las cabezas
de los troyanos que huían...
El arte de la guerra no es sino el arte de provocar
tales transformaciones, y el material, los procedimientos, la muerte
misma infligida al enemigo no son más que medios para ese efecto; su
verdadero objeto es el alma misma de los combatientes. Pero estas
transformaciones constituyen siempre un misterio, y los dioses son los
autores, ellos que conmueven la imaginación de los hombres. Sea lo que
fuere, esta doble propiedad de petrificación es esencial a la fuerza, y
un alma colocada en contacto con la fuerza sólo escapa por una especie
de milagro. Tales milagros son raros y cortos.
La ligereza de los que manejan sin respeto a los
hombres y las cosas que tienen o creen tener a su merced, la
desesperación que obliga al soldado a destruir, el aplastamiento del
esclavo y del vencido, las masacres, todo contribuye a dibujar un cuadro
uniforme de horror. La fuerza es el único héroe. El resultado sería una
gris monotonía si no hubiera, diseminados aquí y allá, momentos
luminosos, momentos breves y divinos en los que los hombres tienen un
alma. El alma que se despierta así, en un instante, para perderse pronto
bajo el imperio de la fuerza, se despierta pura e intacta; no aparece
en ella ningún sentimiento ambiguo, complicado o turbio, sólo el coraje y
el amor tienen lugar. A veces un hombre descubre así su alma
deliberando consigo mismo, cuando ensaya, como Héctor ante Troya, sin
ayuda de los dioses ni de los hombres, enfrentar completamente solo su
destino. Los otros momentos en que los hombres descubren su alma son
aquellos en que aman; casi ninguna forma pura de amor entre los hombres
está ausente de La Ilíada.
La tradición de la hospitalidad, aun después de varias generaciones, triunfa sobre la ceguera del combate:
Así, soy para ti un huésped amado en el seno de Argos ...
Evitemos los lances entre nosotros, aun en la confusión del combate.
El amor del hijo por los padres, del padre, de la
madre por el hijo, sin cesar aparece indicado en una forma tan breve
como conmovedora:
Ella respondió, Tetis, derramando lágrimas:
"Has nacido de mí para una breve vida, hijo mío, como dices... "
Lo mismo el amor fraternal:
Mis tres hermanos, nacidos de una misma madre, tan queridos...
El amor conyugal, condenado a la desgracia, es de
una pureza sorprendente. El esposo, al evocar las humillaciones de la
esclavitud que esperan a la mujer amada, omite aquella cuyo solo
pensamiento mancharía de antemano su ternura. Nada tan simple como las
palabras dirigidas por la esposa al que va a morir:
... Más valdría para mí,
si te pierdo, estar bajo tierra; ya no tendré
otro apoyo, cuando hayas encontrado tu destino, sino males... No menos conmovedoras son las palabras dirigidas al esposo muerto:
Mi esposo, has muerto antes de la edad, tan joven; y a mí, tu viuda,
me dejas sola en la casa; nuestro hijo muy pequeño
que tuvimos tú y yo, desdichado. Y pienso
que jamás será grande ...
........
Pues no has muerto en tu lecho tendiéndome las manos,
no has dicho una sabia palabra, para que siempre
piense en ella día y noche derramando lágrimas.
La amistad más hermosa, la de los compañeros de combate, es el tema de los últimos cantos:
... Pero Aquiles
lloraba, pensando en su compañero bienamado; el sueño
no lo tomó, que aquieta todo; y daba vueltas de aquí para allá
Pero el triunfo más puro del amor, la gracia
suprema de las guerras, es la amistad que sube al corazón de los
enemigos mortales. Hace desaparecer la sed de venganza por el hijo
muerto, por el amigo muerto, borra por un milagro aun mayor la distancia
entre bienhechor y suplicante, entre vencedor y vencido:
Pero cuando el deseo de beber y comer se hubo aplacado,
entonces el dárdano Príamo se puso a admirar a Aquiles,
qué bello y grande era; tenía el rostro de un dios.
Y a su vez el dárdano Príamo fue admirado por Aquiles
que contemplaba su hermoso rostro y escuchaba sus palabras.
Y cuando se saciaron de contemplarse uno al otro...
Esos momentos de gracia son raros en La Ilíada,
pero bastan para hacer sentir una aguda nostalgia hacia todo aquello que
la fuerza hace y hará perecer.
Sin embargo una tal acumulación de violencias sería
fría sin un acento de incurable amargura que se hace sentir
continuamente, aunque indicado a menudo por una sola palabra, a menudo
hasta por el corte de un verso, por una transposición. Así La Ilíada es
algo único, por ese sabor amargo que procede de la ternura y que se
extiende a todos los humanos, como la claridad del sol. Jamás el tono
deja de estar impregnado de amargura, pero jamás se rebaja a la queja.
La justicia y el amor que casi no pueden tener cabida en este cuadro de
extremas e injustas violencias, lo bañan con su luz que sólo se deja
sentir en el acento. Nada precioso, perecedero o no, es despreciado, la
miseria de todos es expuesta sin disimulo ni desdén, ningún hombre está
colocado por encima o por debajo de la condición común a todos los
hombres, todo lo que se destruye es lamentado. Vencedores y vencidos
están igualmente próximos, son con el mismo derecho los semejantes del
poeta y del oyente. Si hay alguna diferencia, es que la desgracia de los
enemigos se siente tal vez con más dolor.
Así cayó, adormecido por un sueño de bronce,
el desgraciado, lejos de su esposa, defendiendo a los suyos...
¡Qué acento para evocar la suerte del adolescente vendido por Aquiles en Lemos!
Once días se regocijó su corazón entre los que amaba,
volviendo de Lemos; el décimo segundo de nuevo
en las manos de Aquiles Dios lo ha librado, él que debía
enviarlo al Hades, aunque no quisiera partir.
Y la suerte de Euforbo, el que no vio más que un solo día de guerra:
La sangre empapó sus cabellos a los de las Gracias semejantes ...
Cuando se llora a Héctor:
... guardián de las esposas castas y de los hijos pequeños
esas palabras son suficientes para mostrar la
castidad manchada por la fuerza y los niños librados a las armas. La
fuente a la puertas de Troya se convierte en un objeto de aguda
nostalgia, cuando Héctor la pasa corriendo para salvar su vida
condenada:
Allí se encontraban amplios
lavaderos, muy cerca, hermosos, de piedra, donde los vestidos
resplandecientes eran lavados por las mujeres de Troya y por las
muchachas tan bellas, hace tiempo, durante la paz, antes que vinieran
los aqueos. Por allí corrieron, huyendo, y el otro detrás
persiguiendo...
Toda La Ilíada está a la sombra de la desgracia
mayor que exista entre los hombres, la destrucción de una ciudad. Esta
desgracia no aparecería más desgarradora si el poeta hubiera nacido en
Troya. Pero no es diferente el tono cuando se trata de los aqueos que
perecen lejos de su patria.
Las breves evocaciones del mundo de la paz hacen
daño, de tal manera esa otra vida, la vida de los vivientes, aparece
tranquila y plena:
Mientras duró la aurora y subió el día,
de ambos lados hirieron las flechas y los hombres cayeron.
Pero a la misma hora en que el leñador va a preparar su comida
en los valles de las montañas, cuando sus brazos están cansados
de cortar los grandes árboles, y una fatiga se apodera del corazón
y el deseo del dulce alimento aparece en sus entrañas
a esta hora, por su valor, los dánaos rompieron el frente.
Todo lo que está ausente de la guerra, todo lo que
la guerra destruye o amenaza está envuelto de poesía en La Ilíada; los
hechos guerreros, jamás. El paso de la vida a la muerte no está velado
por ninguna reticencia:
Entonces saltaron sus dientes; vino por ambos lados
la sangre a sus ojos; la sangre que por labios y narices
derramaba, la boca abierta; la muerte con su negra nube lo envolvió.
La fría brutalidad de los hechos de guerra no
aparece disfrazada con nada, porque ni vencedores ni vencidos son
admirados, despreciados u odiados. El destino y los dioses deciden casi
siempre la suerte variable de los combatientes. En los limites asignados
por el destino, los dioses disponen soberanamente de la victoria y la
derrota; son ellos los que siempre provocan las locuras y las
traiciones, impiden la paz; la guerra es su asunto propio y no tienen
otros móviles que el capricho y la malicia. En cuanto a los guerreros,
las comparaciones que los muestran, vencedores o vencidos, como bestias o
cosas, no pueden suscitar admiración ni desprecio, sino únicamente pena
de que los hombres puedan ser así transformados.
La extraordinaria equidad que inspira La Ilíada
quizá tiene ejemplos desconocidos en nosotros, pero no tuvo imitadores.
Apenas si se advierte que el poeta es griego y no troyano. El tono del
poema parece dar testimonio directo sobre el origen de sus partes más
antiguas; la historia tal vez no nos dará nunca más claridad al
respecto. Si creemos con Tucídides que, ochenta años después de la
destrucción de Troya, los aqueos, a su vez, sufrieron una conquista, se
puede preguntar si estos cantos, donde raramente se nombra al hierro, no
son los cantos de esos vencidos algunos de los cuales quizá se
exilaron. Obligados a vivir y morir "muy lejos de su patria" como los
griegos caídos ante Troya, habiendo perdido como los troyanos sus
ciudades, se encontraban a sí mismos tanto en los vencedores que eran
sus padres, como en los vencidos cuya miseria se asemejaba a la suya; la
verdad de esta guerra todavía próxima podía aparecerles a través de los
años sin estar velada por la embriaguez del orgullo ni por la
humillación. Podían imaginársela a la vez como vencidos y vencedores,
conociendo así lo que jamás vencedores ni vencidos conocieron, cegados
unos y otros. Todo esto no es más que un sueño; casi no se puede sino
soñar con respecto a tiempos tan lejanos.
Sea como fuere, este poema es algo milagroso. La
amargura se posa sobre la única causa justa de amargura, la
subordinación del alma humana a la fuerza, es decir, al fin de cuentas, a
la materia. Esta subordinación es igual para todos los mortales, aunque
el alma la lleva diferentemente según el grado de virtud. Nadie en La
Ilíada se substrae a ella, como nadie se substrae en la tierra. Ninguno
de los que sucumben es despreciado por eso. Todo lo que, en el interior
del alma y en las relaciones humanas, escapa al imperio de la fuerza,
es amado, pero amado dolorosamente por el peligro de destrucción
continuamente suspendido. Tal es el espíritu de la única epopeya
verdadera que posee Occidente. La Odisea parece como si fuera una excelente imitación a veces de La Ilíada, a veces de poemas orientales; La Eneida
es una imitación que, por más brillante que sea, está afeada por la
frialdad, la declamación y el mal gusto. Las canciones de gesta no
supieron alcanzar esta grandeza por falta de equidad; la muerte de un
enemigo no impresiona al autor y al lector de la Chanson de Roland como la muerte de Rolando.
La tragedia antigua, al menos la de Esquilo y
Sófocles, es la verdadera continuación de la epopeya. El pensamiento de
la justicia la ilumina sin intervenir jamás; la fuerza aparece en su
fria dureza, siempre acompañada de efectos funestos a los cuales no
escapan ni el que la emplea ni el que la sufre; la humillación del alma
bajo la necesidad no se disfraza, ni se envuelve de una piedad fácil, ni
se propone al desprecio; más de un ser herido por la desgracia se
ofrece a la admiración. El Evangelio es la última y maravillosa
expresión del genio griego así como La Ilíada es la primera; el
espíritu de Grecia se deja ver no sólo en el hecho de que todo nos
ordena buscar, excluyendo todo otro bien, "El reino de Dios y la justicia de nuestro Padre celestial",
sino también en su exposición de la miseria humana, y de la miseria en
un ser divino al mismo tiempo que humano. Los relatos de la Pasión
muestran que un espíritu divino unido a la carne es alterado por la
desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en el
fondo de su desamparo, separado de los hombres y de Dios. El sentimiento
de la miseria humana le da ese acento de sencillez que es la marca del
genio griego y que constituye todo el valor de la tragedia ática y de La
Ilíada. Ciertas palabras tienen un sonido extrañamente cercano al de la
epopeya, y el adolescente troyano enviado al Hades, aunque no quería
partir, viene a la memoria cuando Cristo dice a Pedro: "Otro te ceñirá y te llevará a donde no quieres ir".
Este acento no es separable del pensamiento que inspira el Evangelio;
pues el sentimiento de la miseria humana es una condición de la justicia
y del amor. El que ignora hasta qué punto la fortuna variable y la
necesidad tienen a cualquier alma humana bajo su dependencia no puede
mirar como semejantes y amar como a sí mismo a aquellos a quienes la
suerte los ha separado de él por un abismo. La diversidad de las
presiones que pesan sobre los hombres origina la ilusión de que hay
entre ellos dos especies distintas que no se pueden comunicar.
No es posible amar y ser justo si no se conoce el imperio de la fuerza y no se sabe respetarlo.
Las relaciones del alma humana y el destino, la
medida en que cada alma modela su propia suerte, lo que una implacable
necesidad transforma en un alma cualquiera conforme a su suerte
variable, lo que por efecto de la virtud y de la gracia puede permanecer
intacto, es una materia donde la mentira resulta fácil y seductora. El
orgullo, la humillación, el odio, el desprecio, la indiferencia, el
deseo de olvidar o ignorar, todo contribuye a esta tentación. En
particular, nada es más raro que una justa expresión de desgracia; al
pintarla, casi siempre se finge creer o que la degradación es una
vocación innata del desgraciado, o que un alma puede soportar la
desgracia sin recibir su marca, sin que cambien todos los pensamientos
de una manera que sólo le pertenece. Los griegos, casi siempre, tuvieron
la fuerza espiritual que permite no mentirse; fueron recompensados por
ello y supieron alcanzar en todas las cosas el más alto grado de
lucidez, pureza y simplicidad. Pero el espíritu que se transmite de La
Ilíada al Evangelio pasando por los pensadores y los poetas trágicos,
casi no ha franqueado los limites de la civilización griega, y desde que
Grecia fue destruida no quedan más que reflejos.
Romanos y hebreos se creyeron ambos substraídos a
la común miseria humana, los primeros en tanto nación elegida por el
destino para ser dueña del mundo, los segundos por favor de su Dios y en
la medida exacta en que lo obedecían.
Los romanos despreciaban a los extranjeros, a los
enemigos, a los vencidos, a sus súbditos, a sus esclavos; así no
tuvieron ni epopeyas ni tragedias. Reemplazaban las tragedias por los
juegos de gladiadores. Los hebreos veían en la desgracia el signo del
pecado y por ende un legítimo motivo de desprecio. Consideraban a sus
enemigos vencidos como horribles ante Dios mismo y condenados a expiar
crímenes, lo que permitía la crueldad y hasta la hacía indispensable.
Por eso ningún texto del Antiguo Testamento tiene un tono parecido al de
la epopeya griega, salvo quizá ciertas partes del poema de Job. Romanos
y hebreos han sido admirados, leidos, imitados en actos y palabras,
citados siempre que hubo necesidad de justificar un crimen, durante
veinte siglos de cristianismo.
Además el espíritu del Evangelio no se transmitió
puro a través de las sucesivas generaciones de cristianos. Desde los
primeros tiempos se creyó ver un signo de la gracia en los mártires, en
el hecho de soportar con alegría los sufrimientos y la muerte, como si
los efectos de la gracia pudieran ir más lejos en los hombres que en
Cristo. Los que piensan que Dios mismo, una vez que se hizo hombre, no
pudo tener ante sus ojos el rigor del destino sin temblar de angustia,
hubieran debido comprender que sólo se pueden elevar aparentemente sobre
la miseria humana los hombres que disfrazan el rigor del destino ante
sus propios ojos con la ayuda de la ilusión, la embriaguez o el
fanatismo. El hombre que no está protegido por la armadura de una
mentira no puede sufrir la fuerza sin ser alcanzado hasta el alma. La
gracia puede impedir que esta herida lo corrompa pero no puede impedir
la herida. Por haberlo olvidado demasiado la tradición cristiana no ha
sabido reencontrar sino muy raramente la simplicidad que hace punzante
cada frase de los relatos de la Pasión.
Por otra parte, la costumbre de convertir mediante
la coacción ha velado los efectos de la fuerza sobre el alma de los que
la manejan.
A pesar de la corta embriaguez producida en el
Renacimiento por el descubrimiento de las letras griegas, el genio de
Grecia no ha resucitado en el curso de veinte siglos. Algo aparece en
Villon, Shakespeare, Cervantes, Moliére, y una vez en Racine. La miseria
humana es puesta al desnudo a propósito del amor en L'Ecole de Fenimes,
en Médre; extraño siglo, por otra parte, en el cual, al contrario de la
edad épica, sólo podía percibirse la miseria humana en el amor,
mientras que los efectos de la fuerza en la guerra y en la política
debían siempre estar envueltos de gloria. Quizá podrían citarse otros
nombres. Pero nada de lo que han producido los pueblos de Europa vale lo
que el primer poema conocido que haya aparecido en uno de ellos.
Reconquistarán quizá el genio épico cuando sepan que no hay que creer
nada al abrigo de la suerte, no admirar jamás la fuerza, no odiar a los
enemigos ni despreciar a los desgraciados.
Es dudoso que esto vaya a ocurrir pronto.
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